viernes, 11 de noviembre de 2011

Invasores alados


        El día había sido sombrío y peligroso. El terror había reinado en las calles de la ciudad. Muchos de los habitantes habían alcanzado a huir a las montañas, con la esperanza de no ser atrapados por los invasores que habían irrumpido de forma repentina, una nube había oscurecido el cielo, parecía una plaga de langostas.

     Durante todo el día habían atacado a los humanos; estaban sedientas de sangre; en el caos que produjeron, cientos huyeron rumbo a las montañas. Estos seres los buscaban para poner fin a sus victimas. Había llegado la medianoche y aún se oía ruidos entre las malezas.  Muchos no habían conseguido ubicar un lugar seguro; acurrucados, se escondían entre los arbustos.

        El aspecto de los usurpadores era similar al de los antiguos caballeros medievales, estaban cubiertos de gruesas corazas, que los hacían inmunes a cualquier intento de ataque con palos de los hombres, llevaban una larga cabellera color gris y otros la tenían amarronada, el ruido de su vuelo se asemejaba al estruendo de una catarata, tenían una cola larga, que la usaban para propinar terribles heridas a quien se atreviera hacerles frente.

        Un manto oscuro cubría el valle. En la densa noche, un alarido rompió la calma. Un grupo de hombres con armamentos de grueso calibre habían rodeado la montaña, equipado con visores nocturnos, habían acorralado a un hombre-pájaro, con tiros certeros contraatacaban a los ocupantes, el grito que emitían era escalofriante.

       La casería que estaban realizando los asaltantes era casi  infrahumana; el trato que daban a los habitantes podía compararse con el ataque de un oso hormiguero a un nido de hormigas. Miles murieron decapitados de un solo golpe con una especie de tenaza que poseían en las extremidades. Cuando terminaron de pasar por esa ladera de la montaña, apenas se podía percibir una suave brisa sobre los arbustos. Y luego hubo silencio. Entonces el cielo comenzó a resplandecer con intensidad, miles de estrellas impávidas ante lo que sucedía en la tierra, parpadeaban su brillo. Y desde algún lugar en el horizonte, tal vez del cielo o del infierno desatado por los invasores, una deliciosa melodía se dejó escuchar, Réquiem para un sueño, música de Mozart, un tema tras otro se sucedía, lleno de vida el sol comenzaba a iluminar con sus rayos cálidos de alegría porque habían despertado de la horrible pesadilla que había dejado la ciudad en penumbra.

        El hombre no sabía si salir de su escondite o volver a la profundidad de la mina en la que vivía desde que los hombres-pájaro habían invadido el planeta. 

       Temerosos, daban miradas tímidas desde la bocamina, el día se mostraba acogedor, todo evidenciaba  que el terror había pasado.
   

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