martes, 1 de septiembre de 2015

La dama y el toro

Llevaban casi treinta años de casados. Eran una pareja alegre y feliz.
Desde que sus hijos habían dejado el nido, viajar se había convertido en una rutina en sus vidas.
Él cuidaba de dos enormes perros mastín napolitanos en su casa en Paris; acostumbraba jugar, abrazar y hasta besarlos. Eran quienes habían llenado el nido vacío ante la partida de sus hijos.
En uno de esos viajes se encontraban en Guadalajara, México, una zona de larga tradición taurina.
En un recorrido por la ciudad, conocieron un criadero de toros de lidia. Aún no habían estado nunca en la plaza de toros.
La pareja quedó cautivada por esos animales. Preguntaron si podían tocarlos y los llevaron ante uno que tenía la mirada oscura y profunda como su pelaje; todo el animal era de salvaje musculatura. Quedaron absortos ante la bestia, no se resistieron a estirar el brazo y tocar su brilloso pelo; fue entonces que él le lanzó un desafío a su esposa:
—A que no le das un beso. —Ensayó una sonrisa burlona.
—A que sí —respondió la mujer con el rostro desafiante y el entrecejo fruncido.
—No lo harás...—Se le escapó una carcajadita.
—Sí, lo haré...—Se la agitaba la respiración, mientras afilaba la mirada como intentando derretirlo por la furia que sentía—. Vos besas a los perros. —Apuntó con el dedo acusador y cada vez más desafiante.
—Pero si Tino y Tony son como nuestros hijos, los criamos desde cachorritos. —Intentaba justificar sus afectos para con sus mascotas, a la vez que encogía los hombros.
—Pero no tienes porque besarlos. —Cruzó los brazos y lo miró con indiferencia, poniéndose de costado.
—Sabía que no podrías. —Se le escapó otra carcajada.
La mujer hizo un giro nervioso hacia el toro. Estaba hecha un manojo de nervios, pero al observar esos profundos ojos, sintió la paz que emitían; en un parpadeo, todos sus temores se desvanecieron; con pasos serenos, se aproximó a la bestia, apenas podía escuchar su propio latido; tomó con las dos manos el hocico y, con los ojos cerrados, le dio un tierno beso; permaneció un instante apoyando la mejilla sobre la cabeza del animal; con toda la ternura que una mujer puede expresar, lo acarició hasta la punta del hocico.
Dio media vuelta y, con aire de triunfo, miró a su marido; se detuvo a unos pasos frente a él, que había entrado en cólera y, tenía los labios apretados; con la mirada de toro embravecido, echaba fulgurantes chispas; dio media vuelta con los puños apretados en la cadera y la cabeza hundida; cual volcán a punto de estallar, se marchó para su hotel.
Habían pasado varios años de esto y el hombre aún sentía pesar en su corazón por haber provocado a su dulce esposa.


Un pequeño desafío a una dama puede convertirse en una dolorosa derrota.

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